Sabemos qué hacen nuestros niños?

Michelle es llevada en un carro de supermercado al Río

Este martes, San Felipe registró una temperatura máxima de 39.7 grados. Al mediodía, en el edificio de los tribunales se vivía un verdadero infierno, y no sólo por el calor. En la medida que avanzaba la formalización de Claudio Alejandro Figueroa Figueroa y se conocían detalles de su confesión, la rabia y el dolor aumentaba en forma exponencial.

Michelle Silva Gutiérrez tenía 20 años. Su vida transitaba por las redes del peligro. Por el peligro de la noche, donde, en una ciudad como San Felipe, todo está al alcance de la mano.

Y en este San Felipe se puede aparentar una vida, y tener una realidad distinta. Y, en este juego de roles, Claudio terminó matando a Michelle.

Por eso, en San Felipe todo pasa la cuenta. Lo que se hace en San Felipe, se paga en San Felipe

Y para todos quienes la quieren y la conocieron, Michelle fue una niña buena, sana, sociable, divertida. Pero, tras escuchar los detalles de la formalización de su asesino, para quienes recién se enteran de su existencia, quedó la imagen de una joven que comercializaba su sexualidad y; además, manejaba un amplio catálogo de droga en una bolsa de natura, de la cual también consumía. Esto, a través de una aplicación llamada Grindr

Las últimas horas con vida de Michelle Silva fueron un verdadero zig zag. Fue para allá y para acá en San Felipe. La Troya y la Juan Pablo II. La esquina colorada y la segunda compañía de bomberos.

Un mundo paralelo, confuso, tóxico. Prostitución, drogas; en definitiva, ni más ni menos que la adrenalina de la noche sanfelipeña.

Michelle llegó, a eso de las 4 de la mañana del sábado 6, hasta la casa de su victimario, Claudio Alejandro Figueroa Figueroa. Este vivía en Maipú 366 con su madre Yolanda y su hermano Sebastián.

Tras no concretarse el encuentro sexual, ella le habría ofrecido distintos tipos de droga. Pero él fue al baño. Al volver a su pieza, encontró que el cajón de su velador estaba abierto. En su declaración ante la Policía Civil, señala que vio su teléfono en la cartera de ella, al igual que una cantidad de dinero. Eso desató su ira. Su incontrolable ira.

Tomó unos cordones y la ahorcó. La acción fue tan brutal que le quitó la vida.

El cuerpo inerte de Michelle Silva Gutiérrez, la niña sanfelipeña de 20 años que sólo quería vivir intensamente la vida, estaba sobre una cama de una vivienda ubicada en Maipú 366, San Felipe.

Claudio Alejandro Figueroa Figueroa, poseedor de un prolífico prontuario policial y judicial, pasó horas y horas craneando qué hacer. Movió y amarró el cuerpo de su víctima. Lo hizo de tal forma, que pudo disminuir su volumen sin llegar a descuartizarla.

La metió, sin ropa, dentro de un saco y partió con ella arriba de una bicicleta hacia el Río Aconcagua. A poco andar se le cayó. Tras dejarla a un costado del Cuartel de Bomberos, volvió a su casa para sacar un carro de supermercado. La cargó ahí, y transitó por calles Tacna y Diego de Almagro hasta el destino inicial. Ahí echó unas piedras en el interior y, con no poca dificultad, la lanzó al caudal.

La última ubicación de Michelle Silva Gutiérrez, registrada en la aplicación Family Link, fue en Los Molles. En el límite entre San Felipe y Santa María. Lo posterior no quedó en la memoria, pues Figueroa había destrozado el aparato. Eso iba a dificultar, aún más, su localización.

Entre jueves 9 y viernes 10 de enero, la PDI se dejó caer en calle Maipú 366, lo que intranquilizó a sus moradores.

Tras volver del sur, Claudio Alejandro Figueroa Figueroa se levantó temprano el Sábado 11, antes de las 7 de la mañana. Armó un par de bolsos con ropa y se dirigió al cuartel de la policía civil ubicado en la esquina de Combate de las Coimas con Freire, en San Felipe. Ahí confesó y se entregó

Y más allá de lecturas moralistas que no vienen al caso, lo ocurrido con Michelle Silva Gutiérrez no es, ni más ni menos, que el reflejo de la sociedad de hoy.

Jóvenes que se criaron a la buena de Dios. Que se encontraron con la posibilidad de vivir experiencias fuertes, llenas de adrenalina. Intensas; pero al mismo tiempo, vacías. Donde nadie les iba a proteger, y se iban a tener que hacer fuertes en un ambiente adverso, y donde se sentían débiles. Pero, al mismo tiempo, lo eran. Débiles, víctimas de una sociedad en que intentaron hacerse fuertes, pero que sucumbieron ante otros que eran más resistentes que ellos.

Víctimas de sus propias carencias.

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